La exalumna Angélica Morales Vázquez reflexionó sobre su camino en la fe y su trayectoria en Sagrado.
Por Angélica Morales Vázquez
Exalumna – Clase 2018
Desde mi bautismo, cuando apenas era una bebé, me convertí en parte de la familia de Cristo. Mi formación académica fue en un colegio católico pero me interesaba poco por los temas religiosos. Mi fe y confianza en Jesús no eran tan profundas como lo son hoy; lo fui conociendo y tratando cada día de hacer su voluntad.
Hace seis años tomé una decisión precipitada que me llevó a desviarme del llamado que había colocado en mi corazón. Elegí una carrera que no me hacía sentir en paz. Me encontraba en el lugar correcto, pero en la dirección equivocada.
Luego, en mi tercer año en la Universidad encontré la dirección que Dios había colocado en mi corazón. Fue entonces cuando comencé a sentir esa pasión por lo que estaba estudiando, pero sobre todo sentí paz. La paz siempre es el signo del rumbo correcto.
Ya en mi último año, la carga académica era agotadora. En esa recta final fue cuando más me aferré al Jesús de los brazos abiertos. En cada caída, tropiezo y frustración tuve un lugar a donde recurrir. Aquel espacio hermoso donde podía pensar y dialogar con Dios era mi pedacito de cielo en la tierra: la Capilla Mayor del Sagrado Corazón.
En la Capilla nunca me faltó el alimento del alma que me fortaleció y me dio las fuerzas para continuar. En estos años el camino fue difícil pues nunca faltaron las piedras que me llevaron a pensar en rendirme. La presión de las clases y las situaciones familiares me hacían sentir que me faltaba el aire y las energías se disminuían en cada batalla.
Cuando me encontraba sin fuerzas justamente pasaba por la Capilla y veía a Jesús con los brazos extendidos recordándome que era Él quien guiaba mis pasos. Él quien me había dado libertad para tomar las decisiones y aunque estas fueran equivocadas Él siguió extendiéndome sus brazos para abrazarme.
Por tal razón, mi mayor deseo, una vez completado mi bachillerato, era darle las gracias a Jesús. Servirle en la Misa de Graduación del pasado 31 de mayo, fue mi manera de agradecerle por todo lo que había hecho por mí durante todos estos años.
Mi expectativa para este importante evento era menor a lo que Jesús me tenía preparado. Él quería que repartiera la Comunión a mis hermanos. Ante ese llamado me sentí alegre, pero a la misma vez indigna de realizarlo. Quizás así se sintió nuestra madre María cuando el ángel Gabriel le anunció que daría a luz al hijo de Dios.
Sin embargo, tanto ella como san José no se negaron y dijeron que sí. Ellos debieron estar aterrados, porque sabían las consecuencias de esa decisión, pero no dudaron en continuar fieles a la misión que Dios había colocado en sus manos. Entonces, ¿por qué habría de negarme?
En cada minuto, hora y momento Dios toca a nuestra puerta llamando. Él siempre quiere contar con nosotros para servir, lograr cambios y transformar vidas. Cada sí que damos al Señor es hermoso y único. Además, servirle a Dios en mi alma mater y entre mis compañeros me hizo sentir dichosa.
No hay mayor satisfacción que servirle a aquel que me dio las fuerzas para completar mis estudios. Desde ese día, que repartí ese pedazo de pan no he vuelto a ser la misma. El mismo Jesús que se hace pan en cada eucaristía, es el mismo que continuará esperándonos a cada uno de nosotros con los brazos abiertos para acogernos en su Sagrado Corazón. Sigamos juntos su misión transformadora.